(Sobre la exposición de Ron Mueck)(II)
La semana anterior dije que por el impacto de la exposición de Ron Mueck en el MARCO, valía la pena comentar dos de sus rasgos más notorios, sus dimensiones y el agudo naturalismo, o híper-realismo como algunos le llaman, que tienen sus piezas. En aquella ocasión afirmé que si el tamaño es importante no lo es todo y menos aún para que la obra logre la trascendencia que se desea o se espera tenga toda pieza de arte.
Como si lo hubiera planeado, hace 15 días, escribí sobre el proyecto Google Art, y critiqué a quienes creen que con él es más que suficiente para conocer las obras mismas; ahora, la muestra de Mueck comparte con el proyecto electrónico la misma suerte de intensa realidad, sustituto o cuando menos representación fiel de la apariencia de las cosas.
Igual que dije de las dimensiones, la imitación de la epidermis y sus más mínimos defectos, la cutícula de las uñas, la humedad de los labios, la sangre incluso, es producto de la tecnología contemporánea, o sea, se trata de los mismos materiales que se emplean, por ejemplo en el cine y que nos llevan a creer, por mencionar un caso reciente, que James Franco se ha mutilado el brazo para poder regresar a casa, así de reales resultan. Imaginemos pues una pieza de 5 o 6 metros trabajada con este tipo de acabado y tendremos una idea exacta de por qué resultan impactantes estos trabajos.
No obstante, en lo personal echo de menos las texturas sugeridas en los mármoles de Bernini, las crueles laceraciones de una escultura policromada de Juan Martínez Montañez, o el pesado reposo de un bronce de Rodin. Se dice que en los trabajos de Mueck hay una discreta referencia a la historia del arte, por ejemplo el color de la carne nos refiere a Rubens, y puede que sea verdad pues a la piel de los personajes del MARCO sólo les falta traspirar. Obviamente estamos ante momentos diferentes en la evolución de la escultura y mientras no hubo los medios para representar, como si fuera real, la pupila de los ojos o el derrame sanguíneo en la piel, hubo de conformarse con su simulación, ahora que eso y cualquier otro aspecto pueden reproducirse ahí está la posibilidad y a ver qué hacemos con ella.
Una de las lecciones más importantes que obtengo de esta exposición es que el valor de un objeto de esta clase no se encuentra ni en su tamaño ni en su apariencia natural. Los trabajos de Mueck no son la promesa escultórica que habíamos estado esperando. Lo que nos resulta tan atractivo de la piel de las rubias de Rubens es que no es real, sólo parece serlo, pudiera ser así si todos tuviéramos los ojos del pintor. La carne abierta de los mártires esculpidos por el barroco español, duele no porque sea más o menos real, sino porque simbolizan el sacrificio, la pena, el dolor que se sufre cuando se defiende la fe, las creencias, cuando se cumple con un mandato más allá de este mundo.
Quiero pensar que Ron Mueck entiende estas sutiles diferencias y que ha estado trabajando en ellas. Por ejemplo, piezas en las que sus personajes se encuentran con objetos reales, verdaderos, como en Hombre en un bote (2002) o A la deriva (2009) son una confrontación buscada por el propio escultor a fin de resaltar o dejar en claro que sus piezas pertenecen a otra esfera, a otro campo, que no es el de la realidad cotidiana. Más significativa aún es, creo yo, Juventud (2009), la única obra realmente realista en cuanto que trata un tema real y contemporáneo. La imagen del chico negro que se levanta la camiseta mojada por su propia sangre para comprobar que ha sido herido, me parece que es más efectiva en cuanto lo que desea comunicar que cualquier otro gigante o enano a su derredor.
El tamaño importa, la apariencia de realidad también, pero ninguna de las dos cualidades son suficientes para trascender en el mundo de lo simbólico culturalmente hablando, el arte, a fin de cuentas, es otra cosa.
Publicado originalmente en Milenio Diario
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