martes, 5 de abril de 2011

Epílogo involuntario


Las dos semanas anteriores me ocupé de la muestra del escultor australiano Ron Mueck que actualmente se presenta en el MARCO. Sin relación alguna, el pasado 24 de marzo se inauguró en el Museo El Centenario la exposición intitulada devas armada con esculturas de Leonora Carrington, así, sin quererlo, la presencia de ambas exhibiciones me permite escribir este epílogo dedicado al tema de sus esculturas.
Pudiera no parecerlo a primera vista, pero creo que el trabajo de estos productores se encuentra próximo uno del otro, o si se prefiere, comparten ciertos elementos que nos permiten relacionarlos. No sólo se trata de muestras relativamente pequeñas (11 piezas en el caso de Mueck, 17 en el de Carrington), sino que ambas pueden ser vistas como bordes, límites, que llega a tocar  u ocupar una cierta idea de escultura, la antropomorfa. Pero también son el producto de una tecnología y del trabajo no de una sola persona sino de un grupo, de un equipo que ha de conocer al detalle su oficio para poder responder a las expectativas o demandas del productor; mucho del éxito de Mueck, y ahora podemos decir que de las esculturas de Carrington también, depende del expertise del equipo con que trabajan.
Antes de continuar, quisiera largar un par de ideas sobre la exhibición de Carrington en particular. Debo confesar que nunca he sido fanático de su obra, como tampoco lo soy de la de Varo, Dalí u Oscar Domínguez, desde mi punto de vista representan el peor de los Surrealismos posibles, todas vez que lo identifican con la pintura fantástica, la cual, a su vez, es interpretada como lo máximo en pintura ya que da forma a personajes y situaciones que pareciera surgen como el fin último del arte.
Las esculturas de la Carrington impresionan o gustan, porque “qué imaginación”, “cómo se le ocurren estas cosas”, “en qué estaría pensando”, “así ha de soñar”, y claro si a la forma redonda de un plato le pongo ojitos, pies humanos, cola de perro (por atrás por supuesto), le esgrafío algunos símbolos, y le título La visita de mi madre la noche de mi cumpleaños, hago que el espectador desprevenido se preocupe más por encontrar qué es lo quise hacer o decir, que por lo que realmente le comunica la pieza, algo así como lo que hace Mueck al alterar las dimensiones de sus piezas, nos preocupamos tanto por la impresionante fidelidad del detalle que olvidamos preguntarnos por lo que nos comunican las piezas.
En lo particular no tengo ningún problema en imaginar una pieza híbrida entre estos dos productores y no me cuesta trabajo porque ya la he visto en el cine, de El Señor de los Anillos al Laberinto del Fauno pasando por Harry Potter y Residen Evil, y no está mal, son como lo dije hace un momento el límite superior al que puede llegar la representación del cuerpo humano y sus variantes (por cierto que si de cuerpos surrealistas se trata, más valdría citar y quedarnos con los modelos del Dr. von Hagens), ¿qué les falta a las piezas de Mueck? Que se levanten y nos hablen, ¿a las de Carrington?, que sean como en nuestros sueños, no de frío e impersonal bronce, sino de carne y hueso, todo lo demás ya lo tienen, quiero decir nuestra atención y firme convicción de que producir este tipo de piezas es el papel del arte.
No es sino hasta ahora que veo con claridad que así como hablamos de la crisis por la que atravesó o atraviesa la pintura, es necesario hacerlo también de la crisis de la escultura, un estado quizás más profundo, complicado y difícil de superar que el de la propia pintura. Y no es que no haya ahora extraordinarios representantes del quehacer artístico tridimensional, Anish Kapoor y Anthony Gormley, por poner un ejemplo, no me dejan mentir, pero a su izquierda y derecha se encuentran muchos muecks y carringtons representantes de una idea de escultura cuyo único chiste es que se ajustan a la descripción que se hacía de ellas en otros tiempos, que son de bulto.
Publicado originalmente por Milenio Diario

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