martes, 17 de mayo de 2011

Maestro

Rembrandt van Rijn. Filósofo meditando. 1632

Sin duda, una de las mejores profesiones del mundo es la de ser maestro, aunque también sea una de las menos valoradas socialmente. Recuerdo una conversación entre dos alumnas de profesional quienes comentaban sobre la difícil situación económica y del obscuro futuro que les aguarda, una de ellas decía que de no conseguir trabajo lo peor que te podía suceder era convertirte en taxista, a lo que respondía su compañera: no Wey, peor es que tengas que ser maestro!!
Independientemente de cómo se nos valore socialmente, y del estrepitoso fracaso que sufre la educación pública —y una parte de la privada—, en particular a nivel primaria y secundaria, o quizás por eso mismo (¿qué fue primero la gallina o el huevo?) parece ser verdad que buena parte de la crisis social que vivimos se ve reflejada en la ausencia de figuras que puedan ser reconocidas como Maestros.
En el campo cultural, en específico dentro de las artes visuales, tengo la impresión de que desde la segunda mitad del siglo XX, el término Maestro empezó a ser problemático o incómodo, su uso políticamente  incorrecto (no olvidar que en inglés el término Master tiene una fuerte connotación sexista, por lo que, para no incurrir en prácticas discriminatorias, es mejor no  emplearlo); parecería que a partir de ese momento también se hubiera terminado la historia del arte hecha a partir del nombre y obra de los Grandes Maestros, de aquellos que habían logrado hacer avanzar la práctica de su oficio y que, por tanto, eran seguidos, imitados, admirados, creaban escuela a su derredor.
Hoy día, por supuesto, no han desaparecido los Grandes Maestros (Lucien Freud, Bill Viola, Jeff Wall, Graciela Iturbide, etc.), sólo que ya no los llamamos así (quizás en el futuro los vuelvan a identificar de esta manera), no sólo por los problemas que el término presenta y a los que nos referimos en el párrafo anterior, sino también porque han aparecido nuevos prejuicios respecto a la figura que representan. Uno de los más importantes, me parece, es la sobrevaloración que tiene lo Joven. La atención de la sociedad ha sido desviada de la obra y trayectoria de aquellos Maestros a favor del quehacer de los más jóvenes, y no es que esté mal el trabajo de estos, sino que unos y otros no son excluyentes. Uno más de estos prejuicios es que la guía, el conocimiento, la sabiduría acumulada por los Maestros puede ser substituida por un título universitario. Si cada vez tenemos mejores universidades, ¿para qué necesitamos de esos viejos Maestros?
A lo anterior sumémosle las críticas que, precisamente desde mediados del siglo XX, se le hacen a las prácticas artísticas tradicionales (pintura, escultura; e incluso a la propia historia del arte), la hibridación que sufre el objeto de arte contemporáneo, la demanda por una mayor variedad de objetos lo que ha llevado a un mismo productor a incursionar en diferentes medios; la irrupción de la tecnología; la desaparición de conceptos como estilo u obra maestra, y muchos otros aspectos que califican a la escena de las artes actualmente, y entre todo esto quizás  entendamos porqué la desaparición de figuras a las que pueda identificarse como Maestros (habrá, posiblemente, a quienes les moleste ser llamados de esa manera).
En nuestro medio, tenemos productores que por su obra, por su trayectoria, por su permanente presencia pueden recibir sin mayor problema el título de Maestro(a), pero les sucede lo mismo que hemos mencionado, están viejos, muy plazeados, sólo pintan o esculpen, nadie aspira a hacer las cosas como ellos(as) las hicieron y/o hacen, a continuar con su obra, o a superarla, a llevarla más allá o incluso a reconocerse como su alumno(a).
Así las cosas, en medio del desprestigio, del mínimo reconocimiento social, al Maestro(a) sólo le quedan las felicitaciones que les dan en su día, siempre y cuando se acuerden de hacerlo, y no caiga la celebración, como este año, en fin de semana.
Publicado originalmente en Milenio Diario
(Imagen: www.artrenewal.org)

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