martes, 3 de mayo de 2011

Economía

Dorothea Lange. White Angel Breadline, San Francisco. 1937

En los últimos días he leído una serie de trabajos en los que se menciona a un par de programas que el New Deal del presidente Roosevelt puso en marcha como parte de la estrategia para combatir la depresión económica por la que atravesaba su país. Me refiero al WPA (Work Progress Administration) y a la FSA (Farm Security Administration), ambos del 1939 y aunque polémicos aún hoy día, sirvieron para paliar el desempleo entre los artistas (pintores, escultores, escritores, fotógrafos, músicos, etc.), y simultáneamente hacerse de un acervo de obras que hoy día son ejemplo mundial de la producción artística de ese momento (basta con recordar los trabajos de Dorothea Lange con los migrantes para darnos una idea de la importancia del trabajo que se llevó a cabo).
Lo que muchas veces no se menciona es que estos programas estuvieron inspirados, de una u otra manera y por diversas líneas de influencia, en los programas que el gobierno de México, a través de las políticas culturales implementadas por José Vasconcelos, llevaba a cabo desde la década anterior y que habían permitido, entre otras cosas, el crecimiento y consolidación del Muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura (pensemos, igualmente, en el movimiento de la música nacionalista, o en la llamada novela de la revolución). Esta política, en la que el estado se responsabiliza por el bienestar de sus productores a través de contratarlos para la creación de diversas obras, o para el cumplimiento de ciertos puestos (en particular en el servicio exterior) funcionó, mal que bien y por desgracia cada vez más llena de vicios, hasta el gobierno de Salinas de Gortari (1988-1994), quien la substituyo por el CONACULTA y el FONCA.
Ya sea en los Estados Unidos, México o cualquier otro país que ponga, haya puesto o piense desarrollar políticas semejantes, se genera la polémica acerca de la intervención del estado en este tipo de campo. Argumentos a favor y en contra los hay sin duda, en un momento dado se llegó a pensar en ellas como el medio ideal que permitiría a los productores, ya liberados del yugo del mercado, dar rienda suelta a su creatividad, pero pronto se vio que en lugar de tener ejércitos de artistas de primera línea, se tenía filas de zánganos a los que había que alimentar. O bien, los más dotados, los productores más reconocidos, fueron cooptados por el estado para que hablaran a su favor; e igual sucedió que la correa con que habían trabajado se empezó a acortar cuando también se quiso ejercer la crítica.
Podría pensarse que se trata de posiciones irreconciliables, propias del ser productor: a mayor seguridad económica menos libertad y a mayor libertad de trabajo, menor la seguridad económica a la que puede aspirar. Recurrir a la historia no ayuda mucho, al contrario hace más confuso y ambiguo el tema, pues ha sido gracias a los mecenazgos (de la iglesia, de la aristocracia, de la gran burguesía, del estado) que contamos con las obras más celebradas, con los mejores ejemplos de hasta dónde puede llegar el espíritu y el talento humano.
Como en otros casos, lo que ha venido sucediendo desde la desaparición del Ancién Regime, es la modificación de las circunstancias en que se dio, hasta ese momento, la relación poder económico práctica de las artes. Cambios que movieron, que sacaron de sus órbitas habituales a todos los participantes en esta parte del campo cultural y que hasta ahora no sólo no se han vuelto a acomodar, sino que tampoco han logrado encontrar, establecer nuevas vías, nuevos caminos, por los cuales pudiera volver a generarse esta relación.
Re-pensar estos temas, dialogarlos, discutirlos de nuevo no puede ser del todo equívoco, quizás el estado, la iglesia o la burguesía podrían hacerse de las obras que inaugurarán el recorrido por el siglo XXI, y nuestros productores tendrían acceso a los medios materiales que les aseguraran la tranquilidad necesaria para llevar a cabo esas obras.
Publicado originalmente por Milenio Diario.

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