Para quienes
no estén familiarizados con el nombre, obra y trayectoria de Javier Guadarrama,
apunto rápidamente que se trata de un muy destacado pintor, maestro en la
Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM (antigua Academia de San
Carlos), y si hubiera necesidad de clasificar su trabajo, éste, amén de las etapas
por las que ha transitado, se ubica, por lo pronto, en un naturalismo extremo
que pudiera confundirse con el llamado realismo fotográfico (como yo
erróneamente lo he hecho). Así pues, el libro del que hablo, por cierto muy
bien editado, es un libro de pintura, de las pinturas que Guadarrama viene
realizando desde hace tiempo del mar en muchas de sus infinitas posibilidades.
Aclaro que los
apuntes que siguen se alimentan, primero, de la lectura del libro, después, de
lo dicho por el propio Guadarrama y Ramiro
Martínez Plasencia, quienes también
participaron, y muy acertadamente, en la
presentación del mentado libro.
Hasta el
momento siempre había pensado en la
pintura como el desarrollo de una serie
de esquemas o convenciones a través de las cuales se lograba reproducir, más o menos exitosamente, y con notables excepciones, lo que vemos tal y como
lo vemos. La persistencia de estos
esquemas, es decir de la pintura, se
debe a que de la diversa información que
recibimos por medio de nuestros
sentidos, es la visual de la que
mayormente dependemos para tomar un buen
número de decisiones relacionadas con
nuestra vida cotidiana. Pintamos tanto
por la necesidad o urgencia por
comunicar lo que vemos, como por la
necesidad de saber cómo ven otros las
cosas que todos los demás también vemos.
Nada más
sencillo que aplicar lo anterior a la obra de Guadarrama, pero resulta que una
segunda mirada a ella nos descubre una dimensión diferente. Ante estas telas de
una inmensidad insospechada, y no hablo de su tamaño, la pintura deja de ser
reproducción para convertirse en creación; más bien demuestran que cierto tipo
de pintura nunca ha sido reproducción sino siempre creación, creación de nuevos
objetos (tela, papel, madera) que portan, que muestran, que llevan, una imagen,
una imagen que es el recuerdo de algo visto, de algo que veo, o de algo por
ver. Este tipo de pintura no comunica ni transmite nada, es simplemente el
recuerdo de una mirada, en este caso, de una cierta mirada de Javier Guadarrama
al mar. Nadie salvo él, está autorizado a pensar y menos a creer que lo que ve
en estas pinturas es el mar, lo que todos vemos es la forma, el color, la
textura, la atmósfera, que alguna vez experimentó al visitar el mar según lo
recuerda el pintor.
En los apuntes
que hice el día de la presentación del libro, dije que la pintura de Guadarrama
se parecía mucho a otra pintura o más bien a otras pinturas, a todas las demás
pinturas, a las presentes, a las del pasado y a las que están por pintarse, y
se parece a ellas, mejor aún, todas se parecen entre ellas, porque todas son el
resultado de ese acto mediante el cual se crean, y se crean no para demostrar
cómo se ven las cosas, sino para recordar esas cosas, esos momentos, esas sensaciones,
esos relatos.
Finalicé mi
presentación aquel día, como termino ahora estas líneas, diciendo que si algún
futuro puede tener la pintura de cara a la presencia de otros sistemas de
reproducción más efectivos, será el mantener vivo, es decir, actuante, este
acto de mnemotecnia pictórica. Si la pintura de Guadarrama, independientemente
de sus dimensiones físicas, nos llena los ojos de inmensidad, se debe a que al
verla, no puede uno menos que recordar esa misma experiencia frente al mar, se
nos llenan pues los ojos, no por lo que vemos (sería imposible que así
sucediera), sino por lo que nos hacen recordar.
Publicado originalmente en Milenio Diario
Ver también: www.artes2010.wordpress.com
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