martes, 19 de noviembre de 2013

Dinero


Es probable que el pasado día 13 le haya llamado la atención la noticia de que una pintura (de hecho un tríptico) del fallecido pintor británico Francis Bacon (1909-1992) había roto el record de precio alcanzado en una subasta para una obra de este tipo (o de cualquier otro), al venderse en la friolera de ciento cuarenta y tantos mil millones de dólares. Así pues, Three Studies of Lucien Freud (1969) se convirtió desde entonces y por lo pronto en la obra más cara del mundo.

         Independientemente de la pregunta que todos, y con razón, nos hacemos acerca de si realmente esta pintura o cualquier otra, vale tal cantidad de dinero, o de si no habrá una mejor causa en la que tantos dólares hicieran realmente la diferencia, creo que debemos remontarnos e ir más allá para tratar de contestar una pregunta aún más básica: ¿y qué con eso? No hay que pasar por alto dos aspectos envueltos en esta transacción. Uno, que precisamente se trató de una operación económica. Al ser adquirida por un grupo de inversionistas, la obra dejó a un lado su valor cultural y se convirtió en una mercancía o un bien en el cual se invierte con el fin de obtener una ganancia, lo mismo pudo ser un Bacon, que un Munch o un Rivera,  que lingotes de oro, pozos  petroleros, armas, o bienes  inmobiliarios.

         Y, dos, el sistema mismo de subasta. Todos quienes están involucrados en este mercado saben muy bien, por un lado, que los precios que se alcanzan no son los reales, aunque sí llegan a marcar una tendencia. Por otro, que las cantidades récord son, muchas veces, financiadas por la misma casa de subastas a fin de alcanzar las mayores cifras. Por tanto, estos anuncios de obras de arte que logran precios estratosféricos deberían aparecer más bien en las páginas de finanzas o negocios que  en las destinadas a la cultura o  aspectos sociales.

         La pregunta que planteo, ¿y qué con eso?, es claro que nada tiene que ver con lo anterior, por el contrario, apunta al carácter, a la naturaleza, al origen de lo que se vendió. La pieza que Bacon pintó de su colega y compatriota Freud, sigue estando, en este momento (espero), exactamente igual que minutos antes de que el martillero cerrara la puja; dólares más, dólares menos, no tienen mayor importancia, mayor efecto, sobre la pintura. Tampoco será mayormente apreciada, a usted, a mí, como a una gran mayoría, nos podrá gustar más o menos, pero el juicio que ya teníamos hecho sobre la trayectoria, sobre las obras de Bacon, no se verá alterado por estos millones de dólares. Aunque claro, no faltarán los ingenuos que cree que el precio refleja la calidad de la pieza y así pensarán que Bacon es el mejor pintor del mundo.

         Sí hay un efecto negativo en este tipo de negociaciones, y no hablo únicamente de este tríptico sino de todas las obras que se venden a estos precios, y es que prácticamente desaparecen de la vista del público. Difícilmente volveremos a saber sobre la suerte de esta pieza, al igual que la de tantas otras que acaban recluidas en bóvedas de seguridad, en mansiones, u oficinas corporativas, a las que tampoco nadie o sólo muy pocos tienen acceso ¿este es el destino que les habían previsto sus autores? Supongamos que una vez que vendes una obta te importa un pito a dónde va a parar, pero ¿y los demás, su valor cómo representante de un momento, de una tendencia, de unas ideas, etc.?, ¿deberán acabar también lejos de la vista del público; y entonces, cómo sabremos que poseen esos valores? Más daño que favor le hacen a las obras al ser tratadas de esta manera en lugar de verdaderos objetos culturales, que, para empezar, no tienen precio.

         Entiendo perfectamente que en una sociedad como la nuestra los productores, los artistas, deben vender su trabajo para sobrevivir. Es cuestionable que los beneficios, las ganancias, que se pueden obtener por la reventa de su trabajo, nos les alcance a ellos también. Y es, desde mi punto de vista, totalmente reprobable, que por causas que nada tienen que ver con el mundo del arte, se paguen estos súper precios, que a nadie benefician, o más bien, que sólo muy pocos obtengan alguna ganancia, y que esta no sea, precisamente, la del goce estético.
 
Publicado originalmente en Milenio Diario
 

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