A mediados de la semana pasada se dieron a conocer los
premios del World Press Photo correspondientes al 2012. Se recibió un total de
103, 481 trabajos de 5,666 fotógrafos de 124 nacionalidades, agrupados en 10
categorías (retrato de actualidad, vida doméstica, noticias, etc.), ante este alud
de imágenes, un jurado internacional de 19 miembros tuvo que seleccionar
ganadores y menciones en cada grupo, una tarea nada envidiable y que da una
idea del tamaño e importancia de la empresa y de las presiones que recibe.
El premio
principal lo ha ganado el fotógrafo sueco Paul Hansen con una excelente imagen
que muestra el entierro de tres miembros de una familia (dos de ellos pequeños
niños) en la franja de Gaza. La fotografía está tomada en una estrecha calle
que es invadida por los dolientes que se encaminan al cementerio y llevan en
brazos los cuerpos de los fallecidos. Sale sobrando describir el dolor,
frustración y desesperación de los rostros de los sobrevivientes y que queda
inmortalizado por el trabajo de Hansen.
Creo que sobre
la calidad del trabajo y lo lacerante del tema, no hay discusión, pero si no
hay nada que echar en cara al fotógrafo, no estoy muy seguro de qué pensar
sobre la institucionalizada distinción. Este premio se le ha otorgado a una
imagen, sin duda, terrible; el del 2011 fue para otra no menos terrible, la de
la joven afgana mutilada por su marido de la fotógrafa Jodi Bieber; y podríamos
seguir atrás en el tiempo, siempre encontrando premiadas estas imágenes a cual
más de impactante; por ejemplo, los monjes bonzo inmolándose en el ’65
(fotografías de Malcolm Brown); la famosa ejecución en plena calle de Eddie
Adams del ’68; la de Nick Ut en el ’72 con los niños quemados por el napalm; y
en el´85 la tristísima imagen de Omaya Sánchez en Colombia, hasta llegar al
escándalo producido por la fotografía de Kevin Carter de 1994 (este trabajo
ganó el Premio Pulitzer); y así, hacia el pasado o al presente, los ejemplos ni
faltarían ni disminuirían en el dolor que representan.
En el 2003,
Susan Sontag publicó su libro Ante el
dolor de los demás, como siempre, un agudo análisis de la fotografía de
guerra. Al releerlo no sólo tengo presente la fotografía de Hansen, sino
también los cientos que han aparecido en nuestra prensa para dar cuenta de la
violencia que vivimos. Lejos de volvernos más sensibles, de llegar a
conmovernos ante el dolor de los demás, sucede lo contrario y una perversa
fascinación se apodera de nosotros, nada mejor para hacer circular la adrenalina
que la estética del terror, del desastre, de la calamidad. Todo un ejército de
fotógrafos y videastas están a la espera de la siguiente catástrofe, del
siguiente explosión, de la siguiente matanza en algún centro comercial o
escuela, de la siguiente ejecución, para lanzarse a cubrirlo y tras ellos, las
agencias, las instituciones, las academias que se encargarán de premiar al que
logre la imagen más espeluznante, no la que cree consciencia, sino la que nos
inmovilice ante la faz de la muerte, de la mutilación, del dolor.
¿No es verdad
que en todas estas fotografías, en los ejemplos citados, hay una estetización
de lo terrible? ¿No es verdad que para ganar no basta con el tema sino que este
ha de ser presentado de tal manera que destaque entre los demás, aka, ser estetizado;
no es esto lo que vemos en estas imágenes? De otra forma ¿quién quiere ver
rostros mutilados, infantes muertos, famélicos espectros que algún día fueron
niños, cuerpos reventados por la metralla? No es que en sí mismo esto resulte
atractivo sino que es la forma en que se presenta lo que nos seduce, y en eso
sí que tienen responsabilidad los fotógrafos y quienes los premian, de hacer de
nosotros una sociedad insensible al dolor de los otros, imprudentes e impúdicos
al meternos en el duelo privado, de no ser solidarios con la pena del vecino.
Creo que ante
estas imágenes tenemos todo el derecho de preguntar, ¿qué acaso no hay de otras?
Publicado originalmente por Milenio Diario
Ver también: www.artes2010.wordpress.com
(Imagen: www.ibtimes.com)
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