martes, 14 de junio de 2011

Pintar pintura

Yolanda Mora. De la serie El Azar #3 (detalle).
Temple y óleo s/tela. 2010
 
Imagino que soy uno de los muchos que ha llegado a pensar que la práctica artística de la pintura no tiene mucho futuro, o mejor dicho, que como responsable de la producción de objetos visuales significativos ha llegado a su límite, por lo que no tiene mucho más que ofrecer que lo que le hemos venido conociendo y aprehendiendo, por lo menos en occidente, desde la época de las cavernas. Por lo mismo, es muy difícil toparse con una buena pintura, quiero decir enfrentarse, contemplar, una superficie pintada y en ella reconocer esa intención —la de pintarla de una manera en particular y no sólo cubrirla— a fin de provocar una reacción en el observador —cualquiera que sea esta—, pero sobre todo, para satisfacer una necesidad personal.
El pasado 9 de junio, fue inaugurada en la galería Drexel, la exposición El azar de Yolanda Mora, la cito porque hacía tiempo que no me tocaba ver tan buena pintura en la ciudad. Los chavos que se presentan en la muestra Alfileres en la Burbuja de la  Pinacoteca de Nuevo León,  bien  harían en visitar la exposición  de  Mora para ver que se puede  hacer buena pintura sin inventar    nada nuevo, a menos, claro está,   de que no estemos hablando de   lo mismo, es decir, de buena   pintura.
Me doy cuenta que emplear esta expresión es parte del problema, no sólo por ser subjetiva, sino porque puede referirse a un sinnúmero de aspectos sobre los que habría que ponerse de acuerdo antes de emplearla como le he hecho aquí. Por tanto, las líneas que siguen son un intento de aclarar qué es lo que para mí constituye una buena pintura. Aunque lo que iré apuntando se puede aplicar a cualquier tipo de pintura, es, me parece, más sencillo de apreciar, en las llamadas abstractas que son entonces a las que me estaré refiriendo, además de ser esta la tendencia en la que podemos ubicar los trabajos de Yolanda Mora,
Cualquier pintura ha de responder a una cierta lógica interna, es decir, su observación nos debe indicar que se realizó pensando en la correspondencia que debe haber entre todas las formas contenidas en ella, como también en la necesidad de que estén presentes y del espacio que ocupan (o que crean), así como en la claridad de su función.
Ahora bien, para que esa lógica se aparezca o actúe dentro de la pintura, ésta requiere tener una buena arquitectura. Esta característica no es otra cosa que la composición, el armado de todos los elementos que intervienen en ella, teniendo presente que se trata de actuar dentro de un rectángulo (o cualquier otra forma que tenga la superficie a pintar) que posee dimensiones precisas y que se ofrece al espectador como un todo en una sola exposición. Dentro de ese espacio habrá de suceder todo y no debe dar la impresión —a menos que esa fuera la intención— de que se continúa o que necesita continuarse más allá de esos límites.
Respetar y ejercer esa arquitectura y actuar conforme a la lógica a los elementos que se manejarán para producir una pintura es lo que constituye una buena pintura y estas son, por su parte, las principales cualidades que tiene el trabajo que Yolanda Mora presenta con Drexel.
Cuando Clement Greenberg, a mediados del siglo XX, proclamaba la superioridad de la pintura abstracta por su pureza, por su ausencia de compromiso con “el mensaje”, a lo que se refería era a que por fin la pintura había logrado hacer de la misma pintura el centro o fin de la producción. Entendiendo aquí pintura como la definiera Maurice Denise a fines del siglo XIX: Antes que ser un caballo, un paisaje o un retrato, una pintura es pigmento aplicado sobre una superficie plana siguiendo un patrón preestablecido.
Así pues una buena pintura abstracta, como las de Yolanda Mora, es una pintura autrorreferencial, una pintura en la que su lógica y arquitectura son el tema, el motivo, y la razón de haber sido pintada, una pintura en la que se representó, en la que se pintó, pintura en su estado más puro.
Publicado originalmente en Milenio Diario

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