El pasado sábado, a los 88 años, murió el fotógrafo Héctor García, autor de innumerables imágenes (se habla que su archivo contiene más de un millón de negativos) pero también de acertadas e ingeniosas frases como la que encabeza estas líneas.
Héctor García fue un personaje típico de la Ciudad de México, empezando por su natal Candelaria de los Patos, barrio tradicional de la capital, hogar de carteristas, oficinistas, prostitutas, boxeadores y fotógrafos. El recorrido temprano por estas calles, le fue dando la experiencia necesaria para lo que se convertiría más adelante en un oficio para toda la vida; nadie como él conoció esa ciudad de arriba a abajo, lo mismo visitó y fotografió los salones en que se daban las fiestas más lujosas del país que las cantinas y comedores donde termina la borrachera del fin de semana. Las correrías que tuvo como niño de la calle lo llevaron a la correccional, dónde se dice obtuvo su primera cámara y le nació la inquietud por el oficio.
García fue pues un self-made-man, quien después de una infancia y adolescencia llenas de penurias y sobresaltos, logra hacerse de un trabajo que le permitió seguir en la calle, y, eventualmente, hacerlo famoso. Una imagen, como tantas que él mismo tomó, de un momento en que el país se encontraba en transformación. Es decir, García, representa, por fecha de nacimiento (1923) el pasaje entre el México nacionalista surgido de la Revolución, y, por madurez, el país que empieza a probar las mieles de la estabilidad económica y los fastos de su clase política y alta burguesía; país que requiere en ese momento de mujeres y hombres para nuevas actividades y puestos de trabajo, entre otros, el del fotorreportero. En este sentido tienen razón quienes ven a Héctor García como el puente entre Manuel Álvarez Bravo y las generaciones posteriores como Lázaro Blanco, Paulina Lavista, Ortiz Monasterio.
Héctor García también encarnó al fotógrafo convencido de que las imágenes que obtiene son testimonio objetivo de la realidad y que con ellas cumple un importante papel social, o dicho de otra manera, tomar fotografías es una manera de poner en evidencia las asimetrías sociales, una forma de crítica y una toma de consciencia y participación en la lucha ideológica. Quizás esta actitud frente a la fotografía, ante el hecho fotográfico o ante el por qué hacer fotografías, haya sido, sea, una de las mayores aportaciones de García. La idea del fotorreportero que recorre la ciudad cámara en mano y se cuela lo mismo en la noche de los ricos, que en los partidos de fútbol del barrio, o en los ligues de la esquina, siempre con la misma actitud y la indeclinable creencia en su oficio y utilidad, es la que sirvió de ejemplo a varias generaciones de fotógrafos, se dedicaran o no al periodismo.
Curiosamente, a pesar de su amistad con Diego Rivera y la Kahlo, con Siqueiros, con Gabriel Figueroa, Agustín Jiménez, Elena Poniatowska y Carlos Monsivais, sus imágenes están lejos de reflejar el espíritu nacionalista de los primeros, las tendencias vanguardistas de sus compañeros de oficio, como tampoco un afán narrativo propio del foto reportaje (por ejemplo Nacho López). Se podría decir que García desarrolló su propio estilo con independencia de sus contemporáneos y que siempre creyó en el poder de la fotografía individual, el mundo en una imagen (creencia que no le impidió tomar secuencias cuando estas eran necesarias).
Héctor García, como se dijo, tuvo la fortuna de conocer el éxito de su trabajo en vida. Además de los premios nacionales de periodismo que ganó y de las exposiciones, individuales y colectivas en que participó, en el 2009 el CONACULTA publicó su biografía, Pata de perro de Norma Inés Rivera. Durante la presentación en Bellas Artes, García, ya en silla de ruedas, siguió trabajando con su inseparable Nikon de 35 mm., nada más ni nada menos se podía esperar de quién vivió por tantos años del oficio.
Publicado originalmente por Milenio Diario.
Ver también: www.artes2010.wordpress.com
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