Da la impresión que este título es la mejor fórmula para
iniciar la historia de Manuel Durón (1938-1966), o mejor dicho, la de una
historia que hasta ahora nos han contado más cercana a la ficción que a la
realidad, que, por otra parte, siempre ha estado ahí, en los dibujos, pinturas
y obra gráfica que realizó en vida.
Si hemos de
tomar en serio el legado de este productor, de entrada, habría que definir qué
es lo que nos interesa de él, su vida o su obra; que una y otra están
íntimamente relacionadas, que no se puede entender una sin la otra, es cierto,
pero esas son obviedades que no nos deben llevar a ver una causalidad en donde
no la hay. Dependiendo de cuál sea nuestro interés será la historia que se
cuente, tratar de hacer de ambas una sola me parece un error que induce a la
creación de un personaje de ficción que quizás quede muy lejos de su obra que
es lo único cierto que tenemos de él.
Por desgracia,
en la brevedad de este espacio, no es posible extenderme más en este punto, así
que a partir de este momento me concentraré en la obra que la Pinacoteca de
Nuevo León expone a partir del pasado 26 de junio bajo el título de Manuel Durón, imágenes desde la obscuridad,
en la que presenta prácticamente toda la obra del zacatecano que está en su
poder, más una que otra pintura y obra gráfica que aportaron otras fuentes.
Hace ya mucho,
escribí sobre la dificultad de pronunciarse sobre el quehacer de Durón y su
trayectoria, su muerte prematura cancela cualquier posibilidad de pensar en qué
hubiera hecho de haber vivido. Ahora, después de ver con detenimiento esta exposición, no sólo reafirmo lo que en ese
entonces apunté sino que agrego que con lo que tenemos, con lo que conocemos de
él, con estas cuantas pinturas y centena de estampas, es muy, pero muy
complicado y difícil fincar un juicio
crítico sobre su quehacer. Cuando mucho,
me atrevería a decir que se trata de un productor que empezaba a desarrollarse y a encontrar su
propia voz, pero que, como a cualquiera de sus compañeros del Taller de Artes
Plásticas en ese momento, aún le faltaban horas y horas de trabajo.
Al mencionar
sus compañeros del Taller de Artes Plástica de la UANL, no se puede negar la
cercanía que debió tener con Xavier Sánchez, Rodolfo Ríos, Efrén Yañez, e
incluso, sino personalmente, si con la obra del entonces joven Gerardo Cantú,
piezas como Montañas de Hidalgo, 1964,
o Paisaje de Agua Fría, 1964, dejan
ver esta relación. Muy lejos de ella se encuentran los retratos, reflejan sí su
personalidad como productor, pero también las muchas limitaciones que aún tenía
en términos de pintura.
Dónde se
pueden apreciar con más claridad las cualidades que Durón fue desarrollando
como alumno y luego como maestro del antiguo Taller de Artes Plásticas es en la
litografía y el grabado. Por cierto antes de pasar a otra cosa y ya que he
mencionado los retratos comparemos las pinturas con el aguafuerte intitulado Retrato de una compañera s/f, en este
último se nota en que medio se sentía más cómodo y pone en evidencia cuál conocía
mejor.
Pero aún en
estos medios es difícil saber las capacidades y alcances de Manuel Durón. Hay
piezas como Los parientes, 1966, que
parece se tratan de obras finales, sin embargo si vemos Barrio de dos años antes, tenemos que pensar que si no todo lo
expuesto o conocido de él fueron ensayos, bocetos llevados tal cual a la
piedra, búsquedas, o trabajos parciales, sí una buena parte de ello tuvo estas
funciones o fue producto de estas intenciones. Y quizás eso es lo que más nos
atrae de su obra, la libertad, la frescura, la individualidad con que trabaja,
cómo carga el acento expresivo en ciertas piezas (Los antropófagos, 1951), en tanto que otras son sólo plácidos
apuntes (Mujer en la azotea, 1964; Adiós, 1966).
Sin duda,
Durón fue un productor que encontró pronto cómo imprimir su personalidad a lo
que iba creando, pero no lamentemos que jamás sabremos hasta dónde pudo haber
llegado, quizás sea mejor así.
Publicado originalmente por Milenio Diario
Ver también: www.artes2010.wordpress.com
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