Quisiera regresar por un momento al tema que toqué ayer. Quien me conozca sabrá que siempre he negado -y negaré- la existencia de un arte infantil, por la simple y sencilla razón que para producir eso que llamamos arte se tiene que partir de querer hacerlo, es decir, de tener la intención. Arte, tal y como lo entendemos hoy día, no es sólo pintar un paisaje y que parezca tal, o un retrato o un bodegón, y hacerlo bien, "bonito", no, para el que lo produce y el que lo observa hay mucho más que eso, ambos poseen antecedentes, ejemplos, conocimientos que les indican qué es, cómo es, qué apariencia debe tener, dónde se debe ver, cuánto debe costar, etc., y en función de ese material conceptual, mejor o peor asimilado, trabajan, uno produciendo, el otro juzgando. Eso es lo que no tienen los niños, toda esa carga de prejuicios que hemos ido incorporando a lo largo de nuestras vidas y que nos permite orientarnos más o menos en la sociedad.
Pues bien, con la fotografía me topo con otra cosa por completo distinta, no sé si debiera decir que, a diferencia del "arte", en la fotografía sí hay de niños o una fotografía infantil. Tan sencillo porque al hacerla, al tomarla, al apretar el obturador, no pretenden nada más que tomar una foto. Han visto tantas, están tan rodeados inmisericordemente por fotografías, que no les alcanza para tener estancos que separen unas de otras, tan foto es la del espectacular que ven en la calle, como la de las revistas que lee su mamá o papá, como las que le enseñan en su clase de geografía en la escuela, como, ¿por qué no? la que ellos mismos acaban de tomar con su teléfono móvil y ahora suben a la red, todas son exactamente lo mismo, ¿o no? Hoy día, para niñas y niños como para muchísimas otras personas, expresarse a través de imágenes -mostrar qué es y cómo es su mundo- es tan natural como tomar una foto.
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