Al llegar al fin de centenario de la Revolución y del bicentenario de nuestra Independencia ¿qué lecciones podemos obtener, qué nos queda de nuestro quehacer cultural a lo largo de estos años? De entre todas las aproximaciones que se han hecho al respecto una que siempre me ha gustado y convencido es la que expone Jorge Alberto Manrique al hablar de este mismo tema. El apunta que hay momentos en que la producción de arte en México se cierra sobre sí misma, busca en sus orígenes, sigue su historia, se pliega a sus costumbres y crea una arte nacionalista, de fuerte personalidad local. Pero casi inmediata o simultáneamente surge una rama nueva que termina por abrir la actividad artística a lo que sucede en el mundo, hay ánimos internacionalistas, se desea ser como el resto del mundo, y se crea una obra cosmopolita, influenciada por vientos que corren allende nuestras fronteras. Creo que esa ha sido la historia de nuestra actividad artística en estos 200 años y que hoy vivimos un momento de apertura, aunque es cierto, muy distinto a cualquier otro. El mejor ejemplo de este momento lo es el trabajo de Gabriel Orozco (1962) y para muestra un botón, una de sus fotografías más famosas la Pinched Ball de 1993. Orozco efectivamente representa ese alejamiento —además consciente— de todo lo que huela a arte mexicano, y el deseo por crear al margen de cualquier influencia que pudiera tener por ser oriundo de este país; es más, ni siquiera hay interés por producir un arte de cualquier otra nacionalidad, e incluso ni por producir Arte. ¿Es Gabriel Orozco uno de los resultados de esos 200 o 100 años que ha recorrido la producción artística nacional? Yo creo que sí en tanto que él mismo es producto de ese cerrar y abrir del que habla Manrique. Su obra no puede ser otra que la de un productor mexicano de fin de siglo, detrito de la rapidez y cantidad de cambios que le tocan vivir. En 100 años, el arte mexicano ha dejado de ser sin perder su personalidad, y ha sido sin dejar de ser influido por lo mejor de la producción mundial.
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