Miklos Gaál. Hillside, 2010
Ni hablar, más nieve, es la temporada y a todos, o a casi todos, nos gusta. Ya en una entrega anterior me referí tangencialmente a algunos de los aspectos negativos que puede traer consigo un exceso de nieve y que difícilmente nos imaginamos cuando vemos escenas como esta de Miklos Gaál. Parece no haber nada más dvertido que desplazarse por esa pendiente, volver a subir y hacerlo de nueva cuenta y así casi hasta la eternidad, hasta que esté bien entrada la primavera y la nieve vaya recobrando su estado líquido. La nieve, el paisaje nevado, las extensiones nevadas que se abren hasta el horizonte, tienen la misma cualidad que los desiertos, el mar, las nubes. Cuesta trabajo imaginar sus límites y ahí donde parece que se doblan para convertirse en cielo, se convierte en un lugar inalcanzable, de hecho inexistente fuera de nuestra percepción. Quizás sea por esto que algunos cuentos infantiles sitúan los reinos mágicos, los járdines fantásticos, los tesoros sin fondo, en esos espacios; por ahí está el famoso polo norte, no el descubierto y explorado por Robert Peary (1909), no el amenazado por el calentamiento global, no el que pierde extensión año con año, sino el sitio de dónde nos llegan los regalos, las alegrías de la temporada. Viendo la reproducción de esta fotografía, se antoja creerlo.
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