martes, 13 de marzo de 2012

¿Por qué Monterrey no es Nueva York?


Por obvia que parezca la pregunta y su respuesta, reflexionar sobre ella quizás nos ayude a entender mejor la naturaleza de los fenómenos culturales contemporáneos.
     Aclaro que no soy experto en los Estados Unidos de Norteamérica, menos de la Ciudad de Nueva York y su funcionamiento, ni siquiera en finanzas ya sean públicas o privadas; lo que sigue son simple y sencillamente, un par de consideraciones sobre cuestiones demasiado obvias que por tal motivo, generalmente las dejamos de lado.
     Pareciera que insistir en que la principal diferencia entre una y otra ciudad se debe a la cantidad que en uno y en otro lado se invierte en actividades culturales, es una inocentada, pero lo que realmente debería llamarnos la atención es el porqué de esta diferencia. Inocente sería pensar que así porque los neoyorkinos son más cultos.
     En torno a los años 20 del siglo pasado alguien o algunos lograron convencer a los grandes capitales norteamericanos que en ese momento se estaban formando, de que era una buena idea invertir en actividades culturales. Para garantizar la inversión, o sea, que hubiera ganancias, fueron importando y consolidando una serie de mecanismos, estrategias, instrumentos, que venían desarrollándose en Europa por lo menos desde el siglo XVIII. En otras palabras, a partir del siglo XX en los Estados Unidos se decidió hacer que la inversión en actividades culturales fuera un negocio redituable y para ello crearon un enorme aparato (campo cultural) que garantizara la inversión y su ganancia.
     Este aparato y sus operaciones van de la prensa y demás medios a la creación de museos, de la fundación de carreras universitarias especializadas al circuito comercial de las galerías, de la formación de colecciones a acciones gubernamentales que favorecen la inversión privada, de productores más o menos talentosos a reporteros, entrevistadores y editorialistas, de publicistas y mercadotecnistas a críticos, historiadores, filósofos, etc.
Girando al derredor de estas instancias y/o operadores, hay un sinnúmero de trabajos que dependen de su correcto funcionamiento: museógrafos, diseñadores, cargadores, especialistas en transportación, en cuidado y seguridad, restauradores, conservadores, curadores, bibliotecarios, fotógrafos, especialistas en educación, en relaciones públicas, contadores, economistas, maestros, galeros, etc. Todo dispuesto, insisto, para garantizar esa inversión y asegurar que rendirá los frutos que de ella se espera.
     Así, este campo cultural y todo lo que lo constituye se fue convirtiendo en una masa crítica cuya fuerza de gravedad atrae a los objetos que, precisamente, dieron origen a todo lo demás, los llamados objetos de arte. Pero ¿cómo asegurar que todo lo que caen dentro sea verdaderamente “arte”? Fue esta, me parece, la pregunta que dio paso a la  creación de esa especie de escudo que sirve para proteger la inversión original y las que le han seguido. Quiero decir, el campo cultural de una ciudad como Nueva York, por la fuerza que tiene, inviste a los objetos que toma, exhibe y difunde, de una aura, el aura del “arte” que es la única que puede garantizar que ese objeto circule comercialmente, tenga un precio y garantice una ganancia (a largo o corto plazo eso no importa).
     Por tanto, la diferencia entre Monterrey y Nueva York es una cuestión sí de inversión, pero fundamentalmente de qué se hace para garantizar que esa inversión lo sea y no resulte una pérdida de capital sin oficio ni beneficio. Es una cuestión de campos culturales y de su funcionamiento, de su fuerza y capacidad de atracción. Lo que se produce aquí en Monterrey puede ser tan bueno o malo como lo que se produce en Nueva York o cualquier otra parte del mundo, sólo que el camino para que se convierta en “arte” es más largo, mucho más largo aquí, que el que se camina en aquella ciudad.

Publicado originalmente por Milenio Diario

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