México, 1968
Recuerdo que en alguna parte de uno de los textos que Octavio Paz escribiera sobre Alvarez Bravo, el poeta, al referirse a sus fotografías, dice algo así como que el B&N (el de Dn. Manuel, por supuesto) es más real que la realidad; este podría ser el origen de esa extraña creencia que durante largo tiempo sentó sus reales entre los fotógrafos de México (desconozco si en otros lugares hubo o hay tales ideas): que la fotografía para ser buena, de calidad, de impacto, buena comunicadora, conmovedora, convincente, honesta, verdadera y hasta artística, debía ser en B&N, en escala tonal, de grises o ausente de color o como se le quiera llamar. Pero no, no creo que estas ideas hayan tenido tan poética concepción, aunque sí puedo imaginar en un momento dado la observación de Paz sirviera como argumento a favor de este tipo de presentación.
Tan peregrina idea se formó en México a partir del entrecruzamiento de un buen número de malentendidos, o entendidos mal intencionados, o entendidos con intereses al margen de la fotografía. Tiene que ver con usos y costumbres y con factores de índole ideológica, con el inmenso prestigio (gratuito o no) de fotógrafos como Héctor García (1923), quienes con imágenes como la que aquí encabeza estas líneas, una especie de versión chilanga del momento decisivo, fueron imponiendo su visión de la fotografía (técnica y prácticamente, sobre su temática y contenido, finalidad, etc.) a toda una generación que los siguió con verdadera admiración. La fotografía en color pasó a ser considerada la más cercana al imperialismo, la aburguesada, la propia para las fotos cándidas de los cumpleaños, bodas y bautizos, para los calendarios y la publicidad de las revistas extranjeras; quien tomaba fotos a color, además de joto, era enemigo del pueblo y sus causas, incapaz de entender lo que era la fotografía y su ineludible compromiso con la verdad, una verdad que únicamente era posible mostrar a través del B&N.
(Continuará)
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