Hace unos días, en plena ebullición patriotera, presenté el mural dedicado a Hidalgo en el palacio de Gobierno del estado de Jalisco en Guadalajara, pintado por José Clemente Orozco (1883-1949) y apunté un par de ideas respecto al atractivo que tiene para mi. Siguiendo con esta galería de héroes patrios y su representación a través de la pintura, escultura o fotografía, traigo ahora este enorme retrato del presidente Juárez, pintado también por Orozco en el Museo Nacional de Historia en Chapultepec, en 1948, un año antes de su muerte. Ya había hecho mención a esta obra en otra ocasión, al hablar de las representaciones del frustrado emperador Maximiliano de Habsburgo, precisamente mortal enemigo de Juárez; aquí se le ve, como toda la obra de Orizco, caricaturizado y amortajado en la parte inferior del mural, donde yace sobre las cabezas de los monárquicos nacionales que le prometieron el oro y el moro. Más como en el caso de Hidalgo, no es la historia en sí, ni su relación con Maximiliano, lo que me interesa de esta obra, es la interpretación que hizo el pintor del héroe nacional. Todo mundo sabe de los inicios de Orozco en las artes visuales, de su paso como caricaturista en los periódicos de la Revolución y cómo fue que se mantuvo esta vena en buena parte de su trabajo. Véase por ejemplo la representación que hace de la iglesia en este mismo mural en el extremo derecho, más que mostruoso personaje, una burla y fina ironía sobre los apetitos inmoderados de la institución. Así, con la misma óptica vio a Juárez, esta enorme cabeza flotante sobre una nube de fuego no puede ser más que una visión aterradora de a quien se admira pero también se teme, quizás no se trate del personaje, pero sí de lo que hemos convertido, del tratamiento que le damos a su legado, su nombre, e incluso su imagen. Una lección que debiéramos tener siempre presente cuando de héroes nacionales se trata.
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