No creo en la clarividencia ni en que existan adelantados a su época, pero sin lugar a dudas José Clemente Orozco (1883-1949) llegó a realizar obras que parece vaticinan el futuro, mejor dicho, nuestro presente. Y es que entre los famosos Tres Grandes de la pintura en México, Orozco es el que quizás resulte menos asociado a una postura política específica y mucho menos como militante a favor de tal o cual causa. En cambio, es el más crítico, el más independiente, el más humanista, el más claro y contundente en las ideas que expresó en su obra. Creo que es por su postura a toda prueba, por su defensa implacable e insobornable de una concepción del hombre, la historia y el destino, lo que lo hace atractivo para los Expresionistas de su época y del momento actual, hombres de su tesitura, dispuestos a morir en la hoguera por sus ideales, no son los de todos los días, ni los que se conforman con la conquista del presente ni del futuro, en eso es diferente también de sus compañeros Rivera y Siqueiros.
Si la obra de Orozco nos parece vidente es porque no mira ni al presente como tampoco al pasado más que para imaginar el drama, el esfuerzo, el sacrificio que hay detrás de toda acción para que se concrete y que, a fin de cuentas, nadie se da cuenta de lo que se ha hecho, nadie reconoce, aprecia o agradece, sólo consume, vive ciegamente. La litografía que encabeza estas líneas, que a su vez reproduce uno de los murales del Hospicio Cabañas (1939), es una de las visiones más terribles que se pueda tener respecto a la sociedad moderna y el fenómeno social que mejor la califica, las masas. Seres descerebrados, moviéndose al unísono, respondiendo a la voz de mando, sólo gritando consignas que no entienden, pidiendo favores que no merecen, ciegos de poder, sordos de solidaridad. En 100 años, las masas fueron el azote de gobiernos y naciones, excusa para unos cuantos, carne de cañón para todos. Orozco vio, efectivamente, en que se convertiría lo surgido de la Revolución.
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