Un personaje de nuestra historia reciente al que raramente se le cita a pesar del importante papel que desempeñó en el desarrollo de la Revolución. Se trata del abogado Francisco León de la Barra (1863-1939). Habiendo salido Díaz del país y renunciado el vicepresidente, Ramón Corral, el Congreso nombra a la cabeza del país a quien por entonces fungía como Secretario de Relaciones Exteriores, es decir, a León de la Barra. Es pues el puente entre Porfirio Díaz y Francisco I. Madero. Su estancia en la silla principal de Palacio Nacional, a pesar de ser breve, del 25 de mayo al 6 de noviembre de 1911, representó el fin del profiriato y el inicio de una muy incierta democracia mexicana que no acaba de cuajar. León de la Barra se desempeñó siempre en el servicio exterior y fue embajador de México en diferentes países tanto de América como de Europa, Argentina, Brasil, Bélgica y Holanda son algunos de ellos, llegando a representar a nuestro país ante los Estados Unidos durante el régimen de Díaz, un puesto que desde entonces ha sido difícil y complicado.
Esta fotografía en particular la creo interesante pues es la imagen perfecta de lo que podría llamarse un hombre decente, un digno representante de la mejor tradición del México boyante, ilustrado, católico, pulcro, impecablemente vestido, cabeza de familia, padre amoroso y mejor consorte, un hombre entregado a su Dios, patria, familia y profesión. Esta imagen, que debió compartir con muchos otros empresarios, hacendarios, industriales y profesionistas, así como con algunos de los “científicos” del gabinete de Días, es la que aún prevalece en el imaginario popular y colectivo; si pensamos en un representante de la alta burguesía de nuestro país, es muy probable que nos aparezca una imagen similar a la de León de la Barra. Su corta estancia en la presidencia y el que un hombre de sus antecedentes no haya vuelto a ella, quizás sea sintomático de que estos puestos, la política, al menos en estos últimos 100 años, no ha sido para hombres como él.
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